O cuando nada parece suficiente
Hay días en que hacer fotos deja de ser un acto libre y se convierte en un examen constante. No porque uno lo quiera así, sino porque el entorno —esa mezcla de familia, amigos, colegas, redes— te pesa sobre los hombros. Cada imagen se vuelve un espejo donde todos opinan… menos tú.
Haces una serie nueva y te dicen que es “explícita”. Pruebas algo distinto y te acusan de haberte perdido. Mantienes tu estilo y te reprochan que no evolucionas. Un bucle que da vueltas y que es agotador. Y en medio de esas voces, se te escapa el silencio donde antes había intuición, ese susurro que te decía: SIGUE.
Si te soy sincera, duele más cuando fotografías cuerpos y emociones, cómo en mi caso, cuando capturas la vulnerabilidad humana en su forma más cruda, más sincera, y notas cómo tu entorno se interesa por otr@s fotógraf@s, otras publicaciones, mientras tus imágenes pasan de largo. Fotos que para ti respiran, que gritan pero no se escuchan, que llevan la fragilidad y la fuerza a la vez… pues: invisibles.
Esa indiferencia pesa, porque parece que tu mirada no encaja en la narrativa que esperan, pero mira, eso no la hace menos valiosa, el valor reside en no parar.
A veces, un simple scroll veloz, un «¡Ah, sí, ya lo vi!» sin emoción alguna, duele mucho más que una crítica directa, porque te hace dudar un poco: ¿todavía tiene sentido lo que hago realmente? ¿Mi forma de expresarme funciona o no? Pese a todo, seguir creando, aunque todo a tu alrededor te presione para parar, es un acto de resistencia, rebeldía… como prefieras verlo. No contra ellos, si no para ti, a favor de ti. Tu fotografía no tiene porqué convencer a nadie solo a ti debe serte fiel: puedes perder aplausos, pero ganas autenticidad.

No responses yet